Lo oscuro suena importante. Lo dicho con vueltas, más erudito; lo extenso, más complejo y completo.
Sin embargo, muchas veces esos mensajes largos, trabados y rimbombantes esconden pocas ideas. Después de leerlos varias veces, llegamos a la conclusión de que detrás de la apariencia de profundidad no se decía nada.
Y los expertos (los escritores, los que hacen de su día a día una reflexión sobre cómo expresarse mejor con palabras) refuerzan esta idea.
"Lo único verdaderamente subversivo y perturbador es la claridad. Pensemos en Kafka. No hay frases más claras y transparentes que las de Kafka. Y, al mismo tiempo, nadie más perturbador", decía el escritor Edmond Jabès, recordado por Paul Auster.
"Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras; a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con palabras grandiosas", sentenciaba Ernesto Sábato.
Julio Cortázar directamente aseguraba: "Creo que ningún escritor tiene derecho a dificultar deliberadamente la lectura al lector: porque esto se llama pedantería o insuficiencia. Es el caso del que no tiene nada que decir y entonces lo dice en un lenguaje muy complicado, para disimular que no está diciendo absolutamente nada".
Se trata, también, de estilos que se imponen. En el siglo XX el lenguaje se volvió más directo y preciso, y según este estándar se valoró parte de la literatura y el periodismo. A tono con su tiempo (comenzó a escribir a principios del 1900) Eugenio d'Ors recomendaba:
"Entre dos explicaciones, elige la más clara; entre dos formas, la más elemental; entre dos expresiones, la más breve". El objetivo era usar un lenguaje no enrevesado, oscuro, artificioso a propósito. Y elegir signos y letras bien para que cada palabra cuente:
"La fuerza de un novelista no radica solamente en su imaginación, sino también en su facultad de exactitud semántica", decía el narrador checoslovaco Milan Kundera.
Y Mark Twain, escritor, periodista y humorista estadounidense:
"La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta es la misma entre el rayo y la luciérnaga".
Pero escribir con un estilo más llano ¿es más fácil? ¿O menos meritorio? Lo contrario. O al menos así lo dicen los autores:
"Escribir con sencillez es tan difícil como escribir bien", declaró una vez el escritor William Somerset Maugham.
Es que pulir, elegir la palabra más precisa, la que diga más con menos, lograr la síntesis supone un mayor esfuerzo. Simone de Beauvoirterminaba así un mensaje:
"He hecho esta carta más larga de lo usual porque no tengo tiempo para hacer una más corta".
Tal vez la clave la exprese Jorge Luis Borges, en un prólogo escrito ya entrado en años:
"Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad".
Es decir, no se trata de la simpleza por sí misma; no es un culto a lo rústico o a la apariencia de no elaborado. Se trata, más bien, de la claridad para lo profundo y de la delicadeza, la aproximación sutil (pero no por eso indirecta ni disfrazada) a lo difícil de sondear, a aquello que está de fondo, latiendo, con toda su riqueza y complejidad, en nuestras vidas y relaciones.
Sin embargo, muchas veces esos mensajes largos, trabados y rimbombantes esconden pocas ideas. Después de leerlos varias veces, llegamos a la conclusión de que detrás de la apariencia de profundidad no se decía nada.
Y los expertos (los escritores, los que hacen de su día a día una reflexión sobre cómo expresarse mejor con palabras) refuerzan esta idea.
"Lo único verdaderamente subversivo y perturbador es la claridad. Pensemos en Kafka. No hay frases más claras y transparentes que las de Kafka. Y, al mismo tiempo, nadie más perturbador", decía el escritor Edmond Jabès, recordado por Paul Auster.
"Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras; a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con palabras grandiosas", sentenciaba Ernesto Sábato.
Julio Cortázar directamente aseguraba: "Creo que ningún escritor tiene derecho a dificultar deliberadamente la lectura al lector: porque esto se llama pedantería o insuficiencia. Es el caso del que no tiene nada que decir y entonces lo dice en un lenguaje muy complicado, para disimular que no está diciendo absolutamente nada".
Se trata, también, de estilos que se imponen. En el siglo XX el lenguaje se volvió más directo y preciso, y según este estándar se valoró parte de la literatura y el periodismo. A tono con su tiempo (comenzó a escribir a principios del 1900) Eugenio d'Ors recomendaba:
"Entre dos explicaciones, elige la más clara; entre dos formas, la más elemental; entre dos expresiones, la más breve". El objetivo era usar un lenguaje no enrevesado, oscuro, artificioso a propósito. Y elegir signos y letras bien para que cada palabra cuente:
"La fuerza de un novelista no radica solamente en su imaginación, sino también en su facultad de exactitud semántica", decía el narrador checoslovaco Milan Kundera.
Y Mark Twain, escritor, periodista y humorista estadounidense:
"La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta es la misma entre el rayo y la luciérnaga".
Pero escribir con un estilo más llano ¿es más fácil? ¿O menos meritorio? Lo contrario. O al menos así lo dicen los autores:
"Escribir con sencillez es tan difícil como escribir bien", declaró una vez el escritor William Somerset Maugham.
Es que pulir, elegir la palabra más precisa, la que diga más con menos, lograr la síntesis supone un mayor esfuerzo. Simone de Beauvoirterminaba así un mensaje:
"He hecho esta carta más larga de lo usual porque no tengo tiempo para hacer una más corta".
Tal vez la clave la exprese Jorge Luis Borges, en un prólogo escrito ya entrado en años:
"Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad".
Es decir, no se trata de la simpleza por sí misma; no es un culto a lo rústico o a la apariencia de no elaborado. Se trata, más bien, de la claridad para lo profundo y de la delicadeza, la aproximación sutil (pero no por eso indirecta ni disfrazada) a lo difícil de sondear, a aquello que está de fondo, latiendo, con toda su riqueza y complejidad, en nuestras vidas y relaciones.
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